Yo no fui una niña princesa con cetro y corona, pero amaba la idea de sentirme como una de tanto en tanto. A veces me ponía vestidos para hacer feliz a mi mamá, porque prefería unos vaqueros para jugar con total comodidad. Amaba las muñecas, pero además de sentarlas a tomar el té las hacía practicar deportes extremos. Si, así como lo leen. Igual me sentaba a peinarlas y cambiarlas de ropa, como les ataba una cuerdita del pie y las lanzaba desde la ventana.
No me gustaban los peinados muy elaborados. La verdad era una pesadilla eso de que me desenredaran la melena luego de una tarde corriendo libre al viento o, peor, después de una tarde de piscina. Pero me dejaba peinar siempre porque no me gustaba el tema del cabello corto y me encantaban los lacitos. Me gustaba el rosa, claro que sí, pero también el amarillo, el rojo y el azul. No era de armario monotemático ni mucho menos monocromático. Igual me disfrutaba la caravana de las barbies para levarlas al campo, como para sentarme sobre ella cuando estuviera cansada de andar. Cuidaba mis juguetes, claro que sí, pero no era que se me daba muy bien el orden. De hecho, aún el tema del orden es más un deber que otra cosa para mí.
Mi padre, quien solo tuvo niñas, se dedicó a hacernos sentir independientes. A dejarnos explorar toda actividad que nos interesara. En lugar de evitarnos experiencias que pudieran suponernos un riesgo, se dedicó a hacerlas con nosotras. Así, cuando aún no tenía tamaño ni peso para controlar una motocicleta, ya la conducía sola. Claro, en un circuito cerrado, con todas las protecciones y con mi padre –literalmente- corriendo a mi lado. Lo mismo con los karts. Corrí y me estrellé también algunas veces estos bólidos fascinantes. Igual con los caballos, mi padre caminaba a mi lado cuando aprendía yo a montarlos. Él iba incansable a mi derecha, mientas el profesor que me había contratado iba a mi izquierda.
Algo parecido pasó con actividades menos riesgosas pero que no eran tan femeninas por definición. Papá me enseñó a usar un taco de billar. Él me enseñó a jugar bowling. Y cuando ya controlaba bien la bici me llevó a hacer bicicross.
Y ese mismo padre, que la gente muchas veces criticaba por las actividades que hacía con sus hijas, achacándolas a que no había tenido un varón… me compraba películas de proyector y me hacía un cine en casa para que disfrutara de historias de princesas. Y así fue como lloré mil veces con Bambi, era feliz viendo los Aristogatos y amaba el estilo de la Dama, en la Dama y el Vagabundo.
Producto de ello, hoy en día amo tanto unos tacones hermosos como una motocicleta de alta cilindrada. Aprecio tanto una bolsa de diseño o una joya, como un gadget tecnológico. Y hasta si tengo que cambiar una llanta del coche la cambio. Pero si estoy con mi marido, aprecio que no me deje llevar peso, agacharme a recoger algo o que simplemente él saque la basura… ser su princesa me encanta.
Por eso hoy no entiendo del todo cuando se habla de no crear princesas sino mujeres independientes. Vamos, que para mí una cosa nada tiene que ver con la otra. Cuando menos no tienen por qué estar reñidas. Yo, a mis años, alucino con los parques de Disney. Me siento con mi princesa a tomar el té igual que persigo una pelota con mi nené. Yo dejo a mi hija disfrutar de toda la fantasía de las princesas al tiempo que le voy dando herramientas para ser autónoma. Le dejo disfrutar lo bonito de la coquetería al tiempo que le enseño a valerse por sí misma. Por eso si mi nena quiere visitar a una princesa y hacerse una foto con ella, pero vistiendo vaqueros, también lo veo bien.
Quizás la gran preocupación es que el príncipe azul de los cuentos no existe. Y yo tampoco quiero -bajo ningún concepto- que mi hija sueñe con uno que la libere de sus pesares. De sus tragos amargos, que todos los pasamos, va a tener que aprender a reponerse solita. De que esté consciente de eso nos encargaremos mamá y papá. Pero sí deseo que su príncipe terrenal sea un caballero y la haga sentir no sólo una princesa sino toda una reina. La ame como se merece y la consienta. La trate con cortesía, con respeto y con sutileza. Porque no hay que ser estar desamparada para ser princesa… ni mucho menos renunciar a ser una dulce princesa por ser inteligente, independiente y tomadora de decisiones. Ambas cosas pueden convivir perfectamente. Y bien puede disfrutarse de lo mejor de ambos mundos.