Aún recuerdo la nostalgia de mi abuela, emigrante europea tras la segunda guerra mundial. Nos contaba con sus impactantes ojos claros llenos de lágrimas cuánto había demorado el viaje en barco desde Europa hasta América cuando mi papá apenas iba a cumplir los cuatro años. Extrañaba siempre a sus padres, quienes vivían tan cerca de ellos que iban en bicicleta a buscar a mi papá para llevarlo a montar a caballo. Y siempre recordaba la angustia con la que enviaba a mi papito al colegio en invierno, a pesar del frío inclemente, porque si no podía meterse en problemas: venían a tocarle la puerta y a chequear que el niño estuviera bien. Decía que además de todos los abrigos, ella calentaba “castañas” en el fuego y se las ponía en las manos con los guantes y en los bolsillos de la chaqueta, para ayudarle a mantener el calor durante el camino.
Y cuando recuerdo esto, pienso que no importa la época, el clima, el país… todas las mamás terminamos envueltas por esa angustia al dejarlos salir de casa, aunque sabemos lo importante que es el colegio para su desarrollo. Y no se trata de que seamos sobreprotectoras o de que nos falte un tornillo como nosotras mismas nos preguntamos a veces. El tema es que cuando nos convertimos en madres, nuestros hijos se vuelven el centro de nuestro mundo, y la verdad no nos equivocamos al pensar que “como mamá nadie lo va a cuidar”. Eso no quiere decir que vayan a pasar trabajo sin nosotras o que en el colegio no les vayan a poner atención, eso sólo significa que nosotras sabemos cuánto detalle le ponemos al cuidado de nuestros hijos, nosotras tenemos toda su historia de infancia (lo que le gusta, lo que no, lo que un día le hizo llorar, lo que hace igualito que el papá… etc) por lo que nosotras, sin lugar a dudas, los conocemos mucho mejor que las maestras, y por mucho que escribamos interminables testamentos el primer día de clases para explicarles cómo es nuestro querubín, ni todas las hojas del mundo nos alcanzarían para describir todo lo que en realidad quisiéramos decir.
Mi mamá siempre cuenta que mi hermana mayor -que siempre fue la más ordenada, la de mejor comportamiento y la más obediente de las tres- dio poco trabajo al integrarse a la escuela. En realidad el trabajo lo daba yo cuando ella se bajaba del carro y me quedaba sin mi compañera de juegos. Mamá dice que yo lloraba todo el camino de regreso a casa y que se me hacía interminable la mañana para que fuésemos a buscarla. Tanto lloraba, cada día igual sin resignarme, que apenas cumplí los tres años –edad mínima que exigían para recibirme- mami me apuntó en el colegio para que por fin fuera a clases… lo cumbre es que la emoción me duró tan solo quince días.
A las dos semanas me dí cuenta de que no iría al mismo salón que mi hermana, que no iba a jugar sino a seguir una serie de instrucciones, que no podía hacer siesta cuando quisiera porque había horarios para eso, que no podía tomar el juguete que quisiera cuando quisiera porque había reglas y turnos para compartir… ¡y ahí se desvaneció mi emoción por el colegio! Y a mi pobre mamá le tocó de nuevo bregar conmigo, pero ahora para bajarme del carro. Yo recuerdo con total claridad cómo esperaba que mi mamá se estacionara y se bajara del carro, que abrieran la puerta de su malibú marrón y sacaran a mi hermana mientras yo pretendía que bajaría detrás de ella y, en cuanto mi hermana pisaba tierra, yo cerraba la puerta y bajaba el seguro encerándome adentro del auto. Recuerdo haberlo hecho tantas veces que mi mamá ya iba al colegio con las copias de las llaves del vehículo, porque como yo era tan rápida saltando de una puerta a otra para bajar los seguros de las puertas que trataban de abrir, tenían que abrir simultáneamente las dos puertas delanteras para lograr zafarme de mi propio encierro.
Y como eso es cabuya que no revienta, a mí también me tocó mi parte. Cuando mi hija mayor comenzó a ir al colegio tenía 13 meses y yo tenía poco más de seis meses de embarazo de su hermanito. Mi princesa me rogaba que no la dejara, y yo no era capaz de dejarla entre el sentimiento de culpa y la sensibilidad propia del embarazo. Le decía a mi esposo que yo la llevaría al colegio y terminaba llevándomela conmigo a la oficina. El primer día le decía: es que no tenía el uniforme arreglado y ya iba tarde. El segundo: es que la escuché estornudar y quise quedármela conmigo no sea que se sienta mal. Al final eran excusas que yo misma buscaba inconscientemente para no dejarla en la escuela, hasta que mi esposo me dijo: “mi amor, así no podemos seguir, ella tiene que socializar, tiene que aprender.. y tú tienes que ir a la oficina a trabajar, no a cuidar de ella, por muy bien que se porte…” y así fue cómo a partir del tercer día la comenzó a llevar él.
Yo religiosamente llamaba a mi esposo para saber cómo se había quedado y mientras él me contaba que había llorado yo comenzaba a llorar también. Llegaba a la oficina y me quedaba en el carro al menos veinte minutos más llorado desconsoladamente hasta que lograba tranquilizarme y podía bajarme sin soltar más lágrimas. Cuando iba a buscarla, durante el primer mes, ella estaba muy brava conmigo. Me hablaba lo estrictamente necesario, no era cariñosa como de costumbre… me castigaba supongo… pero después del primer mes ambas logramos superarlo.
Luego me tocó con el nené. Mi príncipe siempre ha sido tan desenvuelto, dulce, sociable e “irresistible” incluso para quien lo esté conociendo, que sin mucho problema consigue que todo el mundo le consienta. Así, de la nada, él logra crear en cualquier lugar el ambiente en el que siente plenamente cómodo. Su primer día de clases fue traumático para mí, no para él: se quedó tan tranquilo, hasta diciéndome adiós, que me fui con el corazón roto porque parecía no extrañarme. Como me dice mi esposo: el sentimiento de culpa siempre va a estar, si lloran porque lloran y si no lloran porque no lloran. En realidad con los días, cuando comprendió que se quedaba sin mamá durante buena parte del día, comenzaba a quejarse cuando nos acercábamos a la puerta del colegio, pero siempre fue muy fuerte y aunque se quedaba serio siempre tenía la más grande de las sonrisas para recibirme cuando yo llegaba a recogerle.
Así que a todas nos toca. Nadie se salva. Y sea que el niño se queje o que vaya contento en su primer día, nosotras siempre vamos a tener esa angustia en el fondo de nuestros corazones porque va a estar al cuidado de otro y nos sentimos muy responsables por haber escogido bien el lugar al que va a ir y el trato que le van a dar. Lo importante es saber que esa cuota de sacrificio que hacemos ambos, es en beneficio de ellos. Que nuestra intención es procurarles el mejor desarrollo, la mayor estimulación posible en el proceso de aprendizaje… y las maestras son especialistas en eso, porque esa es su profesión. Ánimo a todas, que el proceso de adaptación (para la madre y para el niño) no es eterno.