Cuando nacen los hijos, a uno le cambia la vida. Y la verdad creo que no comprendemos el impacto real de esta frase hasta que tenemos a nuestro nené en nuestros brazos. Cuando mi nena mayor nació, fuimos directo de la clínica a casa de mi mamá. Allí, con todo el amor y paciencia de mi mamá, aprendí la tarea más importante de toda mi vida: hacerme cargo de mi bebé.
Aprendí a discernir sobre muchas cosas que hacía en automático. Así, aprendí a lavarle su ropita con la cantidad exacta de jabón: ni muy poco, para que quedara perfectamente limpia, ni demasiado para que no fuese a quedar sin enjuagar bien. Y no es que nunca hubiese lavado ropa antes, pero la piel de los bebés es mucho más delicada y sensible que la de los adultos. Así que re-aprendí las teorías del lavado y las combinaciones de ciertas piezas y telas.
Aprendí el balance exacto de mi bebé entre mis manos. Así, aprendí a bañarla. Las primeras semanas lo hacíamos juntos mi mamá, mi papá y yo o mi mami, mi esposo y yo. Con ellos aprendí a convertir mis manos en termómetros, para no quemar la nena ni tampoco hacerla pasar frío. Aprendí a medir con precisión ese poquito de más de calor que debía poner para el agua porque siempre se enfriaría un poco en la tina mientras desvestía la nena para meterla en la bañera. Aprendí también a agarrarla con amor y fuerza simultáneamente, suficientemente apretadita para que no se me resbalara, ni siquiera con el jabón, pero con la delicadeza necesaria para no lastimarla.
Aprendí a hacer las cosas con el máximo detalle y la mayor atención, aunque las hubiera hecho mil veces antes. Así, aprendí a vestirla siempre arropando sus manos con las mías para no doblar ningún dedito sin querer. A usar la cantidad exacta de ropa, dependiendo de la hora y del clima, para que no pasara frío ni calor. Aprendí a cambiarla sosteniendo siempre su cabeza y su cuello con una mano, apoyada en la cuna o en mis piernas, mientras con la otra le colocaba las camisas, los vestidos o los suétercitos.
Aprendí a desarrollar nuevos talentos, como el canto, observados siempre desde el amor más que desde el don del ritmo o la afinación. Aprendí así a arrullarla con canciones de mi propia autoría, versionadas en tres volúmenes de canto diferente: uno mientras la dormía en mis brazos, otro mientras la dormía en su cuna y otro mientras la paseaba en el coche. El primero mucho más bajo, puesto que estaba pegada a mi pecho; el último el más alto de todos. Y sobretodo aprendí que mi bebé agradecía más la compañía y el amor que le transmitía, que las cualidades vocales de su mamá.
Aprendí a identificar y distinguir cada uno de sus sonidos, incluido su llanto. A escucharlos a distancia o a pesar de cualquier otro ruido que pudiera interferir si no estábamos en la misma habitación en ese momento. Además, aprendí a diferenciarlos con plena seguridad de los ruidos que pudiera emitir cualquier otro bebé.
Aprendí a interpretar su llanto. No era igual el de hambre que el de calor. Y es que cuando yo me angustiaba si la nena lloraba, pensando que algo pudiera molestarle o dolerle, mi mamá sabiamente me hizo comprender que ese era el único lenguaje que la bebé conocía para expresarse en ese momento. Así, lo más atinado que yo podía hacer era aprender a interpretarlo y a conseguir patrones de llanto según las causas para entenderla mejor.
Aprendí a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Algo que no es posible, con ese perfecto nivel de compromiso que supera cualquier nivel de cansancio, hasta que eres madre o padre. Aprendí a disfrutar de contemplarla mientras la veía dormir. Aprendí a tener una agenda mental perfecta de las horas de cada comida, de cada vitamina, de cada siesta y hasta de cuántos gases iba a botar después de comer.
Aprendí a escucharla moverse en la cuna, y de ahí saber si se estaba volteando, si se estaba desabrigando o si ya estaba sintiendo hambre. Aprendí a convertir mis labios en termómetros de su temperatura corporal, mis piernas en mecedoras, mis brazos en cobijas, mi espalda en escudo para las corrientes de aire, mis ojos en detectores de alergias, mi nariz en medidor de sus olores “normales” o “atípicos” que pudieran prender alguna alarma. Pero sobretodo, aprendí –sin siquiera proponérmelo- a cambiar mis prioridades. El mundo puede caerse a pedazos, mientras mi atención esté centrada en mis hijos el resto pasa a segundo plano.